
A Internet le ha bastado medio siglo para hacerse indispensable en nuestras vidas. Hasta el punto de que, según un reciente estudio, los consumidores europeos valoran la banda ancha más que la salud o el sexo. Y es que la tecnología no solo ha alterado nuestros hábitos, sino que va camino de apoderarse de nuestra alma. La alargada sombra de la digitalización empieza a cubrir con su manto aspectos de nuestra vida que nos definen específicamente como humanos: nuestra dimensión más trascendente.
Sí, habéis leído bien. No me refiero a la automatización de puestos de trabajo y su impacto en el mercado laboral. Tampoco a las bondades de la tecnología en campos como la industria o la medicina. Es que la inteligencia artificial llega al arte o a la religión, sin olvidar cuestiones mucho más mundanas como el erotismo, aspecto diferencial de la sexualidad humana respecto a otras especies.
¿Estaremos abocados a convertirnos en una civilización de cíborgs? Me temo que no es la ingeniería de última generación quien puede responder, sino las disquisiciones de filósofos y metafísicos.
Digitalización de nuestros espacios más íntimos
No descubro la pólvora si os recuerdo los nuevos horizontes que las redes sociales abren para el intrincado mundo de las relaciones humanas. Hace ya más de una década que un prestigioso periódico económico incluía en la categoría de “hecho insólito” la digitalización de la profesión más vieja del mundo. No ya por la globalización de un mercado casi universal desde que el mundo es mundo, sino por las facilidades de camuflaje que la tecnología ofrecía ya por aquel entonces para sortear la legalidad. Otros, sin embargo, han experimentado los daños colaterales de su afán por contabilizar y compartir en la Red sus logros personales. Es el caso de los usuarios de las pulseras de actividad que, al parecer, no son aptas para infieles incautos, que corren el riesgo de ser “pillados” a través del dispositivo que les regaló su suegra en las últimas Navidades.
Y es que la invasión digital de nuestros espacios más íntimos es un hecho. Para muestra un botón: en las últimas ediciones de una de las ferias tecnológicas más importantes del mundo, el CES, los juguetes eróticos han sido los protagonistas.
La feria ha tenido este año que rendirse a los mandatos del mercado para tender la alfombra roja a una muchacha que, de forma inusitada, en 2019 ganó y a la que se le negó el galardón en la categoría de drones y robótica porque el artefacto premiado era un dispositivo de estimulación femenina. Por lo que parece, la conjunción de tecnología y mercado está llevando a la organización a replantearse la idea de lo que se considera moral o inmoral.
Realidad virtual para “recuperar” a seres queridos fallecidos
Esta reflexión nos deriva a los intricados senderos de la ética en temas tan espinosos como la pérdida de un ser querido. La tecnología aún no ha conseguido cumplir la promesa de regalarnos la inmortalidad, pero sí es capaz de crear la ilusión de burlar a la muerte. Sin embargo, cada vez son más las voces que claman por establecer límites en temas tan delicados. Una cosa es que la realidad virtual nos permita materializar en hologramas a artistas que ya murieron y otra muy distinta jugar con emociones tan profundas como el dolor de una madre que, por unos momentos, recupera a su pequeña hija ya fallecida, como recoge el documental coreano Meeting You.
El “robot sacerdote”
Pero la cosa no termina aquí. Ya hay hasta quien interpreta las cuestiones del alma en clave digital: ha llegado el “robot sacerdote”. Parece que en cuestiones espirituales big data y sus complejos algoritmos tienen mucho que decir. En Kioto hay un templo budista con más de cuatrocientos años en el que los fieles son guiados por un robot capaz de interactuar con ellos. Se llama Mindar y no es el primero. Rituales hindúes y protestantes han realizado experimentos similares.
Más allá de la anécdota, este tipo de experiencias nos hacen preguntarnos si la confluencia entre tecnología y religión solo busca atraer curiosos, aspira a reducir costes o refleja una nueva realidad que asciende la tecnología hasta los altares, como el nuevo dios de nuestro tiempo. Más allá de las creencias de cada cual, lo cierto es que las distintas religiones reflejan los valores y prioridades de las sociedades a las que sirven. En el pasado se esperaba que los dioses propiciaran buenas cosechas. Más tarde su función fue la de facilitar normas de convivencia y me pregunto si hoy en día no estaremos sucumbiendo a la adoración de un mundo virtual en el que encontramos mayor consuelo que en la fe.
Tecnología con arte y que siente el dolor
Como reducto de lo más elevado del espíritu humano aún nos queda el arte. Pero este ámbito tampoco está libre del pecado digital. Varios ensayos han demostrado ya cómo una máquina puede, con cierta solvencia, escribir una novela o componer una melodía. A medio camino entre la industria del ocio y la expresión cultural, de nuevo el mercado manda y compañías como Spotify han explorado las posibilidades de big data para adelantarse a los deseos de los usuarios (y de paso, ahorrar costosos derechos de autor).
Sin embargo, me resisto a creer que una auténtica obra de arte se pueda reducir al estrecho marco de una acertada combinación de ceros y unos. El arte, como proceso de creación, solo nace de lo más sublime del alma humana. Si no lo entendemos así y pensamos realmente que una máquina, por muy sofisticada que sea, puede remplazar ese milagro hay que reconocer que nos estamos adocenando. Aunque también es cierto que hay un floreciente negocio de robots que ayudan a paliar la soledad de la tercera edad y hasta he leído que ya pueden sentir el dolor.
Por otro lado, a la vez que la tecnología cobra inteligencia, varios estudios afirman que los humanos cada vez somos menos listos. Quiero pensar que solo padecemos una atrofia temporal, deslumbrados por el horizonte de posibilidades que vemos ante nosotros. Queda la esperanza de que seamos capaces de recuperar una cierta dimensión trascendente. Encenderé una vela para rogar por ello, aunque sea ante el robot digital de alguna religión posmoderna.
Imagen: Michelle MacPhearson
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